martes, 15 de abril de 2008

Tomar una idea, derramarla en las derivas de cada día, darle vueltas hasta el mareo. Poblar con la mirada todo cuanto resta: nada queda entre estas líneas que no sea más cierto que la vida, ni nada hay en la duración que no pueda resumirse en unos cuantos signos, así de leve es esta existencia que sin embargo pesa como el fardo de una eternidad en que deambulamos perdiéndonos, extorsionados por el tiempo con que somos medidos, soñando entre sonidos que no comprendemos, con sentimientos que no manejamos, entre manjares al otro lado de las ventanas, promesas que no supimos ubicar entre los planes, desencantos con los que flirteamos y que nos producen esa sensación de tibieza en el estómago, una lágrima que dejamos caer en algún lado, como ese manchón de tinta que derramamos y llamamos nuestro, llamamos poema; quisimos mensaje, clave, secreto y nos quedó silencio.
Nos sumergimos más en los textos, para encontrar la sensación que conquistamos en esas primeras palabras que pudimos descifrar cuando éramos niños, un mundo se abría y era un agujero, era una caída por símbolos extraños, conceptos sin sentido, ambiciones de conquista, melancolías atragantadas en lo más hondo del suspiro, melodías que no rimaban, letras que se habían quebrado.
Nos levantamos un día, imprimimos sobre el desfallecimiento un tono, un impulso en el que sumamos las fuerzas que no se habían aún agotado, cerramos los libros y secamos la tinta que aún sangraba para no tener que desbordarnos entre los vacíos de las hojas en que consumíamos nuestras horas. No por ello logramos los misterios, no por ello alcanzamos las cimas, no por ello fuimos felices, sí, pasamos gratas compañías, sonreímos al darle la espalda a la muerte y todas las sombras que nos pueblan, escapamos un tono del ruido que no dejaba dormirnos tranquilos, nos levantamos con esa ilusión de tener el mundo bajo la almohada, éramos más ligeros y los segundos, perfectos, bellos.
Se rompieron las imágenes una y otra vez, una y otra vez, ciclos errantes que repetían la agonía de las imposibilidades, rotas las distancias, en silencio perpetuo las emociones, era polvo cualquier recuerdo y fueron ellos las semillas que sembramos en nuestros sedientos pechos, empezaron a crecernos desiertos. A la antigua fuga se unieron las pesadillas que despiertos cosechamos, textos cada vez más amargos y más filosos cortaron nuestras amarras con lo que bordeaba nuestra carne, nos hicimos de espera, logramos refugiarnos en lo interno, recorrimos los bosques perdidos de las imaginaciones, y no logramos recuperar nada, tampoco pudimos despedirnos de cuanto ya no teníamos a nuestro lado, pero ni siquiera la tristeza llegó esta vez a visitarnos, ya no sudamos el antiguo suicidio, no latió el corazón sus sollozos ni sus penas, no fuimos convocados por las noches ni las botellas. Estábamos en un viejo margen, al igual que nuestras nuevas ideas, sólo al margen, pues el cuerpo lo perdimos en las apuestas que le hicimos a la muerte, la cordura escapó cuando negamos ver de frente a la noche, cuando nos soltamos de los espejos e hicimos el golpe contra las palabras y las ilusiones, pues toda la razón no es más que ficciones, y nosotros ya sin capacidad de credo. La única tristeza que logramos fue la que hubiéramos querido, ahora querer estaba tan despoblado y nosotros ya habíamos partido. Sólo líneas descompuestas en los márgenes. Sentados en la esquina donde consumimos dosis de olvido, de otros sueños y posibilidades que aún no se nos hubieran ocurrido.
Si amanecer fue duro, continuar era indecible, un sentido imposible, actos mecánicos en que dejamos fluir la permanencia, atados a los pasos que no sabían las direcciones y con la inexorable conciencia de haber dejado de lado las pasiones. En el ocaso del mundo traicionamos las esperanzas, volteamos las promesas y nos sentimos un poco más cercanos de los cementerios para aguantar mejor las circunstancias en las que nos hemos perdido.
¿Buscamos todavía?



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